miércoles, 13 de julio de 2011

Odisea al Museo

-Columna Publicada en el Periódico "La Semana Ahora" en su edición núm. 536-


Era muy temprano, el viernes por la mañana (justo al día siguiente de que, nuestro Gobernador del Estado, Jorge Herrera Caldera, inaugurara el Museo de la Minería de Durango), cuando Jacob me despertó, pues había la promesa: “cuando esté el Museo vamos, un día de estos” –le había dicho yo en tono responsable y cordial-.
Me levanté con una cara tremendamente hinchada de sueño que, mientras él se bañaba, yo me aventaba otros minutitos más, enterrado bajo las sábanas. No recuerdo bien cómo fue que, al salir, él, enredado en la toalla amarilla, yo ya me encontraba bien arreglado, con un moño como sonrisa bajo unos ojos de insomnio, que parpadeaban a la velocidad de la tortuga.
Y ahí estaba yo, de pie en el patio de la casa, en posición de firmes, esperando indicaciones para partir, cuando…
“¿No vamos a desayunar?” -me dijo-. Una friega regresar a quitarme el saco (chamarra de cuero) y preparar algo. Terminamos de des-ayunar y nos dirigimos hacia nuestro vehículo alias “La Mirella” y enfilamos las llantas hacia el Centro Histórico.
Podría jurarles que iba sólo, ya que Jacob iba tatuado al cristal de la ventana mirando la ciudad “siempre hace lo mismo, ya conoce los colores y las formas de los edificios del sur. ¿Qué demonios mira?” mentalmente él me contestó “qué te importa”, por eso, no dije nada y seguí manejando.
Llegamos al Centro Histórico y encontré lugar en Independencia entre 20 de noviembre y 5 de febrero, del lado derecho. Había un joven en el parquímetro moderno y me dijo “¿cuánto le va a poner?” estuve tentado a contestarle pero, sólo le dije “Gracias”.
Perdone, ¿cuánto le va a poner? –repitió-. En esto estaba cuando Jacob se adelantó y le dijo que una hora. “deje le ayudo Sr., es que no tiene papel para imprimir su boletito”.
Llegamos a las faldas de la Catedral sin pintar, con sus torres tristes, me pedían a gritos les iluminaran la pupila, no hice caso y giramos hacia la Plaza de Armas.
Antes de entrar al Museo, había una Feria del Libro y acudimos a comprar algo. Encontramos en un libro, sentado y cruzado de piernas, a Neruda platicando con Benedetti, Paz, Sabines y Borges, quise adentrarme en su plática pero no entendí y decidí regalárselo a Jacob, él parece entenderles más que yo. Transcurrió el tiempo viendo libros.
Llegamos a donde el vigilante y entonces, “me cayó el veinte”: el Museo de Minería tiene varios filtros, no es apto para cualquier persona. Yo sólo detecté 3 filtros.
Primero: hay que bajar las escaleras. “No, manito, el ascensor que va pa’ bajo no es para personas como usted” -me dijo el vigilante-. Bajamos.
Segundo: Hay un letrero que dice “si usted es claustrofóbico ni baje las escaleras”. Bajamos.
Tercero: Cuesta $20 pesos la entrada al Museo. ¿Por qué cuesta tanto? –me cuestionó aguijoneantemente Jacob que, es hora, no he sabido contestarle-. Bajamos.
Ya comprado nuestro boleto (el mío estaba foliado con el número 10, pensaba enmarcarlo llegando a casa pero cuando entramos, a “lo bueno” del Museo, nos lo quitaron), nos formamos. Esperamos 10 minutos a que llegara la joven que nos iba a guiar.
Yo entendí “vamos a hacer una fila, india” pero no, Jacob me dijo que habían dicho que íbamos a formar una “fila india” es decir (como dijo, en una ocasión, Don Florencio) “uno tras otro, consecutivamente”, en esto estábamos cuando un señor dijo “uh, nos ponen condiciones, ahora una fila, luego ya váyanse”.
El semáforo se puso en verde y avanzamos. Nos hicieron favor de prestarnos un casco, y un chaleco de Servicios Públicos Municipales, para adentrarnos a los túneles y camuflajearnos. El casco me quedaba tan grande que parecía Juan Garrison.
Ya adentro, le dije a Jacob que pusiera mucha atención para que me dictara, después, y escribirlo, para que ustedes puedan enterarse de lo que hay en la mina, por si no traen $20 pesos. Como era de esperarse, no me quiso decir todo lo que se memorizó.
Nos compartieron la leyenda de Ginés Vázquez de Mercado, a quien le habían contado que había un cerro que brillaba y lo buscó y lo encontró en Durango. Pero, como castigo divino a su avaricia, el cerro no era de plata –como le habían dicho-, sino de fierro y no era permitido explotar el fierro porque, los gobernantes, temían que fuera a usarse para crear armas.
Seguimos caminando y escuchando a la Señorita instructora. Nos hablaba de crisoles, góndolas, lámparas, velas. Hacía un calor que, supongo, fue a propósito el no poner algún tipo de ventilador, para sudar como minero.
Nos acercamos a la otra boca de la Mina (a la altura del Arzobispado) y un hombre nos videogrababa con un apetito noticioso.
“Disculpe Señor, ¿a dónde va? El Casco y el chaleco lo tiene que regresar”. Salimos al clima duranguense, de vientos húmedos. Salimos presumiendo nuestra piel de sudor de Mina.
Regresamos a donde el carro y nos dimos cuenta que nos habían quitado una placa. Después de un coscorrón para Jacob, regresamos a casa. Pero, luego les cuento que más paso. Ya es mi turno, a la ventanilla, para pagar y me regresen la placa del carro.


Y como dijo Sólo: “Los Dejo”.

Cualquier comentario acerca de esta infraccionada columna, favor de enviarlo a desdeelapando@hotmail.com

1 comentario:

  1. Oiga! A mi no me quedó claro de que trató su escrito, pero me gusto mucho lo que dice en el, quizá después nos exprese su experiencia en el túnel de una manera mas bien critica.

    Saludos!

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