miércoles, 23 de marzo de 2011

¡Aguas!

Regresando a nuestra actividad normal y, después de un receso muy prolongado (receso que fue terminado gracias a Jacob que, con una rama de árbol que él recogió de no sé qué cochinero, me picoteó las costillas y me arreó como burro “Ájah, Ájah, camina animal, escribe, escribe), me dispongo a traducir este día que comenzó muy temprano: me encontraba sacando mis garritas limpias, para bañarme y encomendar mi alma al santísimo patrón, del trabajador por su patria pero que odia, aunque sea necesario, corretear la chuleta y no dejar desatendido el changarro.
Comentaba que, me encontraba buscando entre los cajones de mi pequeño ropero, un par de calcetines (en términos mortales, un ropero es donde las garras se revuelven con todo lo que haya en su interior. Es decir, un chaleco presume una manga larga y la otra corta; los pantalones lucen un cuello poco virtuoso). Siempre es una lucha medieval encontrar al menos un par.
Ya que lo encontré y después de 12 pasos, entré al baño, abrí la regadera y pensé: “mientras se calienta el agua me rasuro y, ya de pasada, pongo musiquita para relajarme”. En esto estaba cuando recordé las labores que tendría que realizar este día. Aburrido – Aburrido – Aburrido – Aburrido – Las actividades caían tupidas por la agenda como el agua en la regadera vacía.
Me desnudé y, como si fuera un arbolito (en otoño) todo flacucho y con sus ramas muy laceradas por el descuido del tiempo y dos hojas de Adán y Eva allá donde me da pena decir, moví mis raíces y las sembré en el centro de la regadera.
“Poh-zo-le-mío” y no sé cuántas cantatas me aventé hasta que otra vez, Jacob golpeaba la puerta: Animal, ciérrale a la llave. Llevas una hora y media y faltamos de bañarnos todos.
Yo seguí en lo mío “de aquí nadie me saca”. Hice pompas de jabón, hice experimentos con los shampoos de empaque vistoso que adornaban el suelo. Los azulejos parecían pinturas rupestres y evocaciones a Monet. Arrojaba agua hacia arriba y abriendo la boca para saborear ah-ah-ah-a juntaba la más que podía, enjuagaba el hocico y la escupía como fuente del Parque Guadiana, con todo y su pirilín.
Finalmente, me encontraba enjabonado de pies a cabeza cuando en un arrebato prosaico, el agua dejó de gotear. Todo el cuento chino que les acabo de contar, estimados lectores, se desangró y se fue por loso crucigramas de la coladera. No sirvió de nada. ¡Alguien! decidió cerrar la “llave de paso” y, ni con la discusión que tuvimos, le volvió a abrir.
Me tuve que terminar de “bañar” con la toalla y escuchar, sentado, mi regaño de él. Mejor no tiremos tanta agua. Hay que cuidarla sí.



Y como dijo Sólo: “Los Dejo”.


Cualquier comentario acerca de esta columna que desperdicia agua, favor de enviarla a desdeelapando@hotmail.com

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